Nadie ha tenido en el mundo una misión más alta
Fuente: Breve curso de Mariología - Pedro García, cmf
Contemplar a José junto a María resulta emocionante. ¡Qué hombre! Nadie ha tenido en el mundo una misión más alta. La primera vez que lo presenta el Evangelio (Mt 1,18-25) es con una duda lacerante: -¿Qué le pasa a María?… Y no es fácil dar respuesta a las inquietudes de José y explicar su decisión de divorciarse. Hay que tener en cuenta que cuando la Anunciación estaban ya casados José y María, aunque no se había celebrado la boda, evento familiar y social que venía más tarde. Estudiando este pasaje de Mateo ─en el que María se muestra una mujer muy madura a pesar de su incipiente juventud─, se in-dican varias soluciones.
Primera, la que salta a simple vista. Regresa María a Nazaret de su visita a Isabel con tres meses cumplidos y aparecen las señales de la maternidad. José queda perplejo. No duda de María, pero no entiende. Y María calla con silen-cio heroico. Si le confía el secreto a José, no le creerá, y la tendrá por una ilusa y hasta por una mentirosa. Y se dice: -Dios lo ha hecho, a Dios se lo dejo. Me pongo totalmente en sus manos… Naturalmente, la respuesta de Dios vino con la visión de José, que creyó al ángel.
Segunda, dado el carácter decidido de María, ella se confía a José y le cuenta todo. -¿Me crees?… Y sí, José cree. Pero se retira por temor reverencial, y decide entregar a María el acta de divorcio, sin dar razones, acto plenamente legal y que no compromete nada a María, pues se dice: -No me puedo hacer cargo de ese Hijo de Dios que viene, el Mesías nada menos… El ángel le trae la solución: “No temas quedarte con tu esposa, pues lo que lleva en su seno es cosa del Espíritu Santo”.
Ricciotti, en su Vida de Jesucristo, presenta a María callada por recato ante las angustias de José, que no la cree culpable, pues, siendo justo, si pensaba que María había fallado debía denunciarla. Escribe el autorizado autor: “José, siendo justo, no obró así. Luego estaba convencido de la inocencia de María y por tanto juzgó inicuo someterla al deshonor de un divorcio”. Como Mateo no dice nada, “sólo de la deliberación de José, de romper su vínculo con María secretamente, es decir, sin dañar su fama, concluimos que obró, por una parte, como convencido de la inocencia de María, y, por otra, como justo”.
¿Cuál fue el desenlace? Dios es serio, y no juega con los hombres. Exige la fe, pero le da siempre una respuesta humana, premio y seguridad a la vez de que ha sido cosa suya. María creyó al ángel, quedó entonces mismo concebido el Hijo de Dios en su seno, y a los pocos días sabía como mujer que, efectivamente, era ya madre… A José, que también creyó y por eso mismo se quedó con María, le vino una prueba evidente con el parto virginal de su esposa, algo que también podía proceder sólo del Espíritu Santo.
Es el sistema de Dios en la Biblia del Antiguo Testamento y que lo podemos expresar así: “Y cuando lo haya hecho, sabrán que he sido yo”… Lo usó el mismo Jesús con la prueba de su resurrección (Jn 8,28), que los judíos pu-dieron comprobar (Mt. 28,11-15).
Como es tan curioso, no resisto a traer aquí la copia de un papiro con el acta de repudio hallado en una cueva y que nos suministra el Nuevo Diccionario de Mariología, pág 1009. Se trata precisamente de un tal José con una María, nada extraños los dos nombres, porque eran muy comunes entre los judíos. Dice así el documento, escrito en arameo:
“A primeros de Marhesvan, año sexto, en Masada. Yo me divorcio y te repudio por mi propia iniciativa, yo, José, hijo de Nequan, residente en Masada, a ti, María, hija de Yonatan, de Hanablata, residente en Masada, que eras mi primera mujer, de modo que eres libre por tu parte para irte y convertirte en mujer de cualquier hombre judío que quieras. Y aquí está por mi parte el acta de repudio y la carta de divorcio. Luego, la dote yo te la restituyo. Y todos los bienes destruidos, dañados, te serán reembolsados, como yo me obligo por medio de esto, y yo los pagaré el cuádruplo. Y en cualquier momento en que lo pidas, sustituiré el documento si aún vivo. Joseph, hijo de Nequan, por mí mismo. – Eliazar, hijo de Melka, testigo. – Joseph, hijo de Melka, testigo. – Eleazar, hijo de Hannana, testigo”.
Así lo hubiera hecho José, sin dar razones, sin difamar a su esposa, por pura delicadeza. Pero Dios estaba al tanto, lo mismo de la inocencia de María que de la lealtad de José.
Desde el momento en que Jesús nace en el matrimonio, pero no del matrimonio, la paternidad de José es del todo singular. Más que verdadero padre legal, hay que llamarlo ─caso único─, padre virginal de Jesús, pero padre verdadero. Así se expresa María: “Mira que tu padre y yo te buscábamos an-gustiados” (Lc 2,48). María como esposa y Jesús como hijo, le estaban sujetos (Lc 2,51). Es José quien toma las iniciativas: impone como deber propio el nombre al niño en la circuncisión, lo presenta en el templo, lo lleva a Egipto, establece a la familia en Nazaret, sube cada año a Jerusalén con los dos a la Pascua, es el “tekton” que enseña a Jesús su propio oficio, el de carpintero o el de menester múltiple.
En esto han parado, por la generosidad de José, obediente a Dios, aquellas dudas del principio. “José realiza su vocación en la obediencia, respetando con su continencia conyugal el misterio de que es portador el niño concebido en el seno de María, y comportándose luego como cabeza de familia en todos los episodios evocados” (DM, 995). Es fascinante la figura de José. Humilde. En los Evangelios, siempre en la penumbra, porque el protagonismo lo desempe-ña su esposa. No busquemos en toda la Biblia un hombre como José.